Cuentan de la noche que es sombras y pérdida. Dicen que es el lugar de los sueños, pero en igual medida de las pesadillas. Se conoce el caer del sol como el temor de los sabios y el valor de los estúpidos, pues en la oscuridad pueden esconderse todos los pesares que la claridad del día nos permite ignorar.
Cierto es que la noche mengua el control, que desbarata la seguridad del alma, que activa cada resquicio de protección que conduce al ser humano. Es cierto que, cuando el sol cae y la luna se alza todo lo malo puede suceder porque no hay luz que espante a los demonios. O eso dicen las malas lenguas. Porque lo que los ingenuos no saben y los arrogantes creen conocer es que la luna, tan fría y estéril como la piedra que le da forma, es más que un burdo recuerdo del sol que nos guía durante el día. La Luna, sentada en su trono de hiel negro, acompañada de millones de resquicios de almas, eligió la soledad a favor del amor. Algunos creen que ese amor, el que la relegó al olvido de las sombras, partió de una lejana relación con el sol. Y, sin embargo, aunque esa emoción sea la causa de su eterna luz y su apagada alma reflejo, la Luna se colgó en el Limbo con el único propósito de proteger a sus hijos. Los infantiles humanos, los ciegos seres que andan creyéndose dioses del universo pero son meras marcas de suciedad en la inmensidad del todo. Humanos hijos del Sol y de la Luna, relegados a la Tierra, divididos en dos páramos temporales, protegidos en cada uno por sus lejanos progenitores, por esos padres olvidados de una raza que mira al cielo y aunque ve, no se permite mirar. La Luna, que es fría y blanca como la muerte, se cuelga cada noche con la mirada clavada en la inmensidad del mundo y vigila y cuida y canta nanas con el susurro del viento. La Luna, que tan mal ha sido juzgada, no es observadora y señora del mal, sino la protectora presencia de una madre que no ha sido jamás reconocida, pero que ha estado siempre presente.  

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