Conocí una vez a un anciano que dormía en la calle y ahogaba sus penas en una serie infinita de líquidos impronunciables. Vestía de raído y su gastado abrigo tenía tantas manchas que era imposible discernir cuál había sido su color original. La verdad es que daba pena e incluso lograba que un hombre que lo había visto todo se echara atrás al caminar a su lado. Y aún así sus rasgos mostraban ese tipo de cuerda locura a la que era incapaz de resistirme.
Me había sentado a su lado, fumando con la esperanza que el calor del humo lograra deshacer los temblores del frío y apenas le miré, aunque era muy consciente de su presencia. El hombre se sentó, erguido a medias, y ofreciéndome su botella de un licor tan fuerte que hacía llorar los ojos, asintió.
—La vida—dijo, con esa voz ronca típica de los que viven anclados a una botella en vez de a sus penas—, es algo maravilloso, ¿no cree? Tan… inesperada. Tan… infalible. La vida—repitió—es un descenso desde el reino de los cielos hasta la cumbre del Infierno. Los niños, por ejemplo—y dio un largo trago su rancia botella—. Son los especímenes más perfectos de la vida. Nacen y lo tienen todo, lo saben todo. Es imposible que una persona adulta alcance el nivel de conocimiento de un niño. Tienen una mente tan pura… y te miran con esos ojos, esos enormes ojos en sus cabezas medio desarrolladas y te das cuenta de que lo ven todo y de que lo comprenden todo. Entiendes que ellos saben cosas que tú supiste en algún momento de tu vida pero que, al crecer, olvidaste completamente. Los niños, ¡ah, los niños! Son el mayor tesoro de la vida y sin embargo crecen y se mancillan y se ensucian con toda esa mierda de ser adulto y el entorno les crea capas y más capas en los ojos y dejan de ver, y dejan de mirar. La vida los hace sabios y nosotros los convertimos en unos idiotas rematados.
Volvió a darle un trago a su botella y se estiró para dormir la monda que llevaba años gestando. Yo me quedé allí, con el cigarro consumido entre mis dedos y los músculos tan tensos que era incapaz de moverme y lo vi. Malditos viejos locos y sus absolutas verdades. Me vi a mí, al niño que una vez fui, al que a veces veía en las fotografías de recuerdos de antaño y comprendía que los ojos que me devolvían la mirada no me pertenecían, porque en ellos había una cantidad de sabiduría infinita que no se correspondía con la que ahora me devolvía la mirada a través de un espejo. Me quedé allí, sin saber si el conocimiento de una verdad irrefutable como aquella podría hacerme libre o si acababa de condenarme y sufrí la peor epifanía de mi vida. 

2 comentarios:

  1. Nacemos sin vendas en los ojos y nos pasamos la vida entera colocándonoslas, una tras otra, hasta cegarnos.

    Pre-cio-so. Me ha encantado. Me sentaré a beber junto al próximo vagabundo con cara de sabiduría que vea, prometido.

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  2. Menuda entrada. No se qué decir... La verdad es que tiene toda la razón, y me impresiona y me alegra aún más, que esas palabras salga de un hombre que está en la calle y no tiene más que su bebida. Muy buena entrada.

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