La carretera parece infinita, estirándose hasta el borroso horizonte perdido en el calor del desierto. Han perdido la costa de vista unos cientos de kilómetros atrás, pero su perfil sigue guardado en su retina y se desdibuja entre las colinas de arena rojiza que se extienden a sus lados. El coche corre tan rápido que lleva ventaja al viento. Los árboles muertos por agresiva sequedad apenas se mecen cuando los pasan, uno, dos, tres, cuatro; cientos de esqueletos de una vegetación a la que no le está permitido seguir viviendo. Y el coche sigue tirando millas, en la misma recta eterna, con el mismo color anaranjado acompañando a sus ganas de seguir adelante o detenerse ahora mismo y dejarse secar al sol como todo en este maldito desierto. Tiene la cabeza apoyada contra la ventana, fría por el aire acondicionado que mueve sus cabellos. Abrazada a sus piernas, mira el cielo azul, puro y sin diluir por las nubes, y no puede evitar odiarlo. Odiar el paisaje, tan tranquilo como muerto; odiar las maletas rojas y negras que se mueven en el maletero con cada piedra que traspasan. No puede evitar odiar su vida, aun cuando no tenga ningún derecho a sentir semejante desfachatez. Soñaba con ser libre, pero la libertad es tan seca como la lluvia que no visita jamás este lugar. Tal vez conducir por ese asfalto sin compañero ni vigilante la ayudara a desahogar toda la rabia que bulle en su interior, dispuesta a explotar al menor volantazo. Pero no lo pide, ni siquiera tiene fuerzas para ello. Solo quiere desaparecer, una década o quizás dos, y volver con los ánimos revitalizados a un mundo que no sea tan pobre ni tan desagradecido. Pero sus sueños son tan estúpidos como vacuos. La vida tiene esa peculiar carencia de dar todo lo contrario a lo que uno le pide. Los niños le ruegan ser superhéroes y ella les da enfermedades incurables, la tristeza pide un alto al mundo y ella solo hace girar más rápido la Tierra. La vida es así de terca y caprichosa, es así de nefastamente instructiva. Ella lo sabe bien pero, aún así, no puede evitar seguir pidiéndole un sueño tras otro, recuerdos de un posible futuro, esperanzas convertidas en polvo de hadas lanzado a la noche. Porque es una ingenua perdida en su propia desesperación que no sabe cuándo decir basta. Porque el viaje se eterniza entre los desiertos de Arizona y Nevada, cuando ella sabe perfectamente que no es tierra y nación lo que debe recorrer, sino todo el mundo apocalíptico que se está abriendo paso en su interior.

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