Hay
algo hermoso en pasear por las calles secretas del núcleo de una
ciudad histórica que ha sido engullida por la modernidad. Es como
encontrar un rincón olvidado en el mismísimo centro del huracán,
un hueco donde el caos de la realidad se detiene de golpe y obliga al
tiempo a descender su continuo avance unos placenteros minutos.
Pasear por esas calles que bailan entre el pasado y el presente,
calles que han sido madres, abuelas y bisabuelas; calles que son
hijas y que apenas son embriones en los círculos que la rodean.
Calles de ahora y calles de ayer; piedras de hace cien años y
cemento de apenas semanas. La belleza de ese contraste es tal que, si
uno se para a mirar de la forma adecuada, es capaz de comprender la
verdadera belleza. Y ya no de la ciudad en sí, ya no del comprender
que el tiempo pasa y que es inevitable; del sentirse pasado en un
mundo donde todo se centra en el futuro. No. Es comprender que la
belleza reside en las arrugas de esos edificios que gimen con la
historia de cien vidas, es entender que el corazón no se define por
ser bonito a los ojos, sino por ser capaz de hacer fibrilar otros con
la mera presencia ciega. La belleza, esa belleza de verdad, la que
traspasa el velo de los ojos y es capaz de atormentar el alma, no se
ve, únicamente se siente. Porque el amor puede suponerse en un gesto
o en una palabra, pero es el alma y el corazón los que saben que
esos gestos o esas mismas palabras son ciertas; es el corazón y el
alma los que reconocen la belleza de la luna menguante y de las
piedras derruidas de una ciudad que, aunque se esconda en la absurda
idea de la belleza moderna, tiene tal cantidad de belleza antigua que
por muchos edificios, por muchas máscaras o capas de pintura que se
ponga por encima, jamás logrará esconder. Y eso, señores, es la
verdadera belleza. La que, a pesar de estar hundida en metros y
metros de tierra artificial, brilla por lo que realmente es.
De ahí la frase de la belleza reside en el interior. Hay que saber mirar más allá de lo que ven nuestros ojos.
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