El amor, dicen; el amor, ese grato
compañero de viaje, ese viaje en sí mismo, ese destino que todos
esperamos pero que muy pocos logran conseguir. El amor. Diablos, ¿qué
es el amor? Algunos lo describen como una llama de vida, como vida
sobre la vida misma, como una extensión del universo, como el
verdadero poder del alma. El amor. Tan inmenso como corto en sus
formas, tan profundo como aterrador en su significado. Amor, siempre
amor, siempre hacia un lado o hacia el otro. El amor, que mueve el
mundo; el amor, que mueve el espíritu; el amor, que construye
cimientos y estructura individuos y formas de ser. El amor, padre del
odio y de la pena y del dolor; amor como la representación misma del
Todo. Y no únicamente del todo bueno o del todo malo; simplemente el
Todo. El amor, que es la luz de las estrellas en una devastadora
noche de invierno; el amor, que es la ansía de un hombre diminuto de
resarcir al mundo por sus propias injusticias y que es capaz de
condenar a decenas, cientos, ¡miles de almas! por su amor devastado.
Amor. Amor, amor, amor. Como un mantra que no se acaba ni se borra en
la repetición, pero que es capaz de destrozar la existencia de un
espíritu con la misma facilidad que tiene un elefante de romper una
débil rama caída. Amor, ese sentimiento que llena nuestros días,
que se funde en las esquinas y en los bordes y en las sombras que no
vemos; el amor de algunos por la vida, el amor de otros hacia sí
mismos. El amor de un padre y el amor de un hermano. Pero al final
del día, cuando el amor se baña en nuestra piel, cuando el amor nos
rodea como una manta protectora que hemos dejado de ver por la
costumbre, nos acurrucamos en la cama y soñamos con un poco más de
amor. Un amor más profundo, un amor que salve vidas, un amor que
haga sangrar al alma y le cree una cicatriz que ni siquiera el tiempo
ni el espacio ni la muerte pueda borrar jamás. Cogemos el corazón,
tan palpitante por el amor que sale como el que entra, y le obligamos
a taparse los ojos dejando una diminuta ranura por la que buscamos a
ese amor que salve y que condene, ese amor que eleva el alma y la
lanza de cabeza al infierno en el mismo instante. Encerramos nuestro
amor y nuestro corazón en una caja de oro sin luz y luego lloramos
por no tener amor. Amor, amor, amor. Ni de dentro ni de fuera, ni de
los lados ni de arriba ni de abajo. Creamos una jaula a nuestro
propio corazón, pero aquí nadie parece comprender que no es amor
aquello que uno busca para calmar la soledad de ese corazón
encerrado en las tinieblas de nuestros propios dedos, sino aquello
que ya está dentro y que, pase lo que pase, por muy negras que sean
las noches o terrible la situación, sigue palpitando por ese amor,
amor, amor que ya tiene.
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Las partes que forman mi alma están aquí expuestas, ¿me muestras algunas de la tuya?