Marianne tiene un cierto aire melancólico. Por las tardes, cuando el sol tinta de sangre el horizonte, Ianne se sienta al borde de un acantilado perdido en las costas de Escocia y sueña con pesares inimaginables para las tranquilas e ingenuas mentes de los privilegiados de la seguridad. Con el cabello casi blanco por el sol huyendo de su aura triste al compás del viento, Ianne cuelga las piernas al vacío y clava sus ojos en las profundidades bravas del mar; mira la espuma blanca que besa las piedras y araña la montaña y desea abrir los brazos y lanzarse a la gravedad. Tal vez rozar con la piel esas agresivas caricias del agua, saborear la sal curativa de la naturaleza con la lengua, ver el oscuro fondo del mar con el dolor que le ha empañado el alma. El océano, tan fuerte como virtuoso en su eterna llanura, ese elemento capaz de insuflar vida entre sus partículas como destruirla con su esencia atormentada. La naturaleza, que puede ser tan vil, es también la única pizca de fuerza que le queda a Marianne, que lo ha perdido todo a manos de los hijos de esa Madre infinita, de sus supuestos iguales. Ha perdido la seguridad de los padres, la protección de los hermanos y, sobre todo, el amor de la juventud. Ella, tan joven como anciana en su experiencia, está sola en un mundo tan cruel como devastador, pero no tiene fuerzas para lanzarse al mar y dejarse ir. Porque, cada tarde que cuelga las piernas al aire y lanza la mirada al ocaso atormentador, el mar le susurra; le susurra siempre con su voz:

—Estás sola, Ianne, mi amor, pero eres fuerte. Siempre lograrás sobrevivir, aunque sea sin mí; aunque sea sin nosotros. 

—Pero no es justo—responde ella al viento, aunque el viento ni siquiera se moleste en escucharla—. Yo no quiero vivir sin ti, me duele demasiado. 

—Ah, pero Marianne, mi amor. Eso es la vida, eso es lo que te jugaste cuando me lo diste todo y yo te correspondí. El dolor, mi amor, significa que existimos y que tú también. 

Así que Ianne no salta, al igual que no saltó ayer y que, probablemente no salte mañana. Se abraza con fuerza, mientras el frío aliento del océano la sacude hasta el espíritu, y se levanta con las piernas temblando de impotencia. Mañana, se dice. 

Pero el mañana ha dejado de existir, porque su presente es siempre el mismo. 

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Las partes que forman mi alma están aquí expuestas, ¿me muestras algunas de la tuya?