Hubo una vez, hace muchísimo tiempo, cuando el mundo todavía no era mundo y la humanidad era una mera idea del universo, nacieron los dioses. Eran seres de inmenso poder, de fuerza infinita y de capacidades más allá de cualquier forma de comprensión pero, por encima de todo, eran magníficos en su esencia. Tan inmensos como el mismo cosmos y complejos como éste mismo, surgieron de la luz de las estrellas y rodearon cada galaxia y cada nube que se formaba a medida que el universo se iba expandiendo. Crecieron con él hasta que el Universo comenzó a menguar su avance. Solo entonces los dioses, que vivían del movimiento del cosmos, comenzaron a centrar sus energías en los inmensos parajes que se abrían ante ellos. Escogieron cientos de planetas y mil líneas temporales y en cada uno de ellos crearon vida.
          La vida, dada por la divinidad, fue bella y suave como el infante que era y se desarrolló con tanta magia que los dioses, abrumados por sus propias creaciones, sucumbieron a ella. Se deshicieron de sus inmensas formas, que eran la mezcla del todo y la nada, y adoptaron las formas que sus propios deseos habían acabado construyendo. Se hicieron animales, plantas y finalmente humanos, aunque jamás renunciaron a su inmortalidad ni tampoco a una larga extensión de sus poderes.
          Ese fue su error, porque aunque el poder del universo es infinito, la fuerza de la vida es corta y vacua, un trozo de suspiro en la larga existencia del Tiempo. Renunciando a su estatus de omnipresencia y de extensión, los dioses condenaron a sus creaciones y a sí mismos, junto al Universo, al inevitable camino de la Muerte, consecuencia de las acciones de seres embaucados por su propio poder.  

1 comentario:

  1. Hacía mucho que no te leía,
    que suerte que vuelvo a blogger con energías renovadas y un nuevo rincón. Así que, ¡estaré por aquí más de lo que querrás! *sonrisagrande*

    Me encanta como escribes,
    realmente me has dejado sin palabras.

    abrazos
    de osos polares
    muy peludos.

    ResponderEliminar